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jueves, 30 de junio de 2011

Cinema purgatorius # 2

Dificilmente puede uno concebir la década de los 80 sin rememorar esas salas en oscuridad que ya se están imaginando, llenas de gentes de todas las edades y condiciones suspirando sudorosas y semihipnotizadas mientras agarran una cosa crujiente con una mano, a la par que emiten gritos de júbilo, de pánico o de dolor ante las historias que pasan delante de sus narices. Tendría que llegar el Betamax y el VHS para que la gente abandonase este lugar (o séase, los cines) por otros locales parecidos donde los que reinaban eran otras criaturas estrafalarias o anodinas, salidas de películas de Pedro Almodóvar o de Fassbinder.

En fin, como me estoy liando desde el principio, y antes de que se irrite la gente alegre, concreto a lo que me refiero: una tarde en el cine 'normal' durante los años 80 era una excusa para soñar despiertos. Aunque lo que se ofreciese fuera un conglomerado que mezclase sin pudor y en una sola dosis marines estadounidenses a bordo de un portaaviones nuclear, viajes en el tiempo, episodios bélicos de infausto recuerdo, historias de amor inverosímiles, funcionarios verborreicos y japoneses boquiabiertos, entre otros muchos elementos delirantes más. ¿Verdad que una película así es un sueño extraño, o mejor dicho, una empanada que no hay por donde cogerla? Pues sí y no, señores. Porque esa cinta existe, y lo que es más curioso, se deja ver con gusto 31 años después de ser estrenada. Siempre y cuando usted tenga eso (el gusto, digo) un poquillo más flexible y menos exquisito que el de tanto 'emo' y tanto 'hipster' como menudea hoy día.

 Estos de marrón ¿de qué instituto son?

Y es que 'The final countdown' (traducida patosamente al castellano como 'El final de la cuenta atrás') es una psicotrónica película que narra cómo el portaaviones Nimitz de la Armada norteamericana, a cuyo frente está el capitán Matt Yelland (un otoñal Kirk Douglas), se dispone a hacer unas maniobras de rutina por el Pacífico en el verano de 1979. En Pearl Harbour se sube una especie de consultor sabelotodo llamado Warren Lasky (interpretado por Martin Sheen) que va a hacer no se sabe muy bien qué en ese pedazo de bañera con cañones. Hasta ahí, todo medio normal. La subida de tono llega con una tormenta-vórtice que pone al buque patas arriba, perdiendo todo tipo de señal con el Pentágono o con lo que mandase a los militares en aquellas fechas de la guerra fría. Mientras oficiales y marinería se hacen los sesos caldo intentando entender qué pasa, empiezan a verse y oírse cosas raras. Yates pasados de moda, combates de boxeo por radio con púgiles a los que no conoce ni su madre, códigos militares desfasados, avisos de que los alemanes están a las puertas de Moscú... y, como quien no quiere la cosa, se suman al festín un par de aviones caza del ejército japonés igualitos-igualitos que los de los kamikazes aquellos que chillaban 'Banzai!' antes de estamparse contra el primer buque que se les pusiese delante en Mar del Coral, Midway o Guadalcanal. Con ganas de pasarlo bien pegando tiros, por supuesto. Para redondear lo desconcertante, los horrorosos discos de Glen Miller ponen banda sonora a este insano e irreal ambiente en el que, según parece, el mundo ha cambiado más de lo habitual en demasiado poco tiempo.

 Yo creo que las setas que cogió el furriel no eran champiñones...

Naturalmente, ustedes ya se habrán dado cuenta de que el barquito nuclear yanqui ha pegado un salto atrás en el tiempo, dándose la casualidad de que ha aparecido en el mismo punto geográfico donde estaba... pero en la la víspera del ataque japonés a Pearl Harbour (7 de diciembre de 1941). A partir de ahí, aparecen subtramas a cual más inverosímil, personajes típicos del cine de aventuras (perro inteligente y travieso incluido) y teorizaciones seudocientíficas que, una de dos, o apasionan al espectador (difícil, pero posible) o le hacen partícipe de que unos días antes de las tormentosas olimpiadas rusas del 80 había que distraer la tensión Este-Oeste invocando los tiempos en que soviéticos y gringos luchaban juntos  contra los nazis y sus compinches (opción esta que sirvió para aligerar durante media semana la rabia de más de un ciudadano demócrata-republicano que se preparaba para la Hora de la Verdad, o séase la Era Reagan).

 No le llamen chinito, que luego se enfada y se lanza en picado contra 
el primer barco que se le cruce por delante

No les cuento más, salvo que, como siempre en estos casos, la película discurre entre dos cuestiones: o materializar el deseo de hacer posible lo que hasta ahora sólo era deseable, o si mejor vamos a dejarlo estar, no sea que dentro de cuarenta años la hayamos cagado y no vaya a haber hamburguesas ni partidos de béisbol ni dictadores a los que derrocar. ¿Quieren saber cómo acaba la película? Pues ya saben que la solución está en los videoclubs, filmotecas, en la TDT a la carta o, de una mala, en acudir al borrico cibernético ese que tanto molesta a la ministra en la que están pensando (lo siento, tenía que decirlo).

 Así va acabar usted (no la peli) de tanto usar el Emule. ¿Comprende?

Ah, una última cuestión. Si piensan que esta película es una simple cinta escapista, sin pretensiones artísticas y con un mensaje elemental para no pensar demasiado, tengo que advertirles que están en lo cierto. Pero da igual, porque siempre tendrán la oportunidad de ver una de esas cosas complejas y sesudas de Akira Kurosawa o de Fernando León de Aranoa que visten tanto. Aunque la verdad, y en mi humilde opinión, después de ver 'El final de la cuenta atrás', nada mejor que salir por ahí a tomar algo, y volver a casa en buena compañía para ver una de Rocco Sifredi, para acabar la noche como ya se están imaginando. Y es que ya se sabe que cuando el mundo se acaba...

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"Quien lo mueve todo en su cabeza no mueve las manos"
(Antonio Luque)